La isla de la infamia
Paseamos hoy de nuevo entre viejas tumbas, pero en esta ocasión, al contrario de los cementerios que solemos transitar en este blog que suelen presentarse con arquitecturas esplendorosas y célebres moradores, hoy no hay nada de eso. No hay estatuas, ni panteones, ni tan apenas nombres, tan solo 33 cruces de madera de ciprés indicando que bajo su tierra húmeda descansan otras tantas personas anónimas.
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Tumbas solitarias en uno de los lugares que hasta hace poco tiempo fue también uno de los rincones más solitarios e inaccesibles de Chile. La isla de los muertos es una de las muchas islas fluviales formadas con el paso de los siglos en el delta del río Baker, en plena selva fría y rodeada de cordilleras y glaciares. A unos 3 kilómetros de la isla, navegando por el Baker, se encuentra la Comuna Tortel, provincia de Capitán Prat, y es gracias a los pobladores de esta comuna que la isla y su pasado se dio a conocer hace unas décadas, consiguiendo para el lugar el título de cementerio y lugar histórico.
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En algunas cruces el tiempo ha respetado el nombre del fallecido
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Pero ¿Quiénes fueron enterrados en este inhóspito lugar hace más de un siglo y cuáles fueron las causas de su muerte?
Según se extrae de las crónicas históricas del lugar, en septiembre de 1905 embarcaban en las bodegas de un vapor en Dalcahue unos 200 obreros chilotes contratados por la Compañía Explotadora del Baker. El vapor se internó por los laberínticos canales patagónicos, entre islas despobladas y fiordos traicioneros hasta llegar a su destino, en una orilla del Baker cerca de Bajo Pisagua. Allí se descargaron las provisiones y herramientas y comenzó la ardua tarea por la que había sido llevados hasta el lugar que no era otra que la de abrir a través de selva, cerros y humedales, una vía que llegara desde el pacífico hasta prácticamente la frontera con Argentina para facilitar el transporte y exportación de lana y carne desde las regiones más altas, especialmente de la zona de Chubut.
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Una vez levantado el asentamiento principal, comienza el trabajo. Periódicamente un barco volverá a la zona para aprovisionar a los trabajadores de alimentos frescos y otros objetos de primera necesidad. Pero los meses pasan y esas esenciales provisiones no llegarán jamás. Los obreros realizan un trabajo físico brutal todos los días, cortando árboles y picando senderos en la piedra viva para ir abriendo camino y para alimentarse tan solo tienen carne salada, tocino, arroz y harina llena de gorgojos. Esta deficiente alimentación, unida al clima extremo que tienen que soportar no tarda mucho en pasar factura en forma de una extraña enfermedad en la que aparecen moratones en piernas y brazos, hemorragias por daños gastrointestinales, sangrado de las encías, dolores de cabeza…
La moral está por los suelos, los más débiles no tardan en perecer, primero por peleas y navajazos fruto del desanimo y mal ambiente general, luego por la propia enfermedad; un día amanece con 7 muertos, otro día son 28… y así la lista va aumentado hasta llegar casi al centenar de rudos trabajadores que sucumben entre el frío austral y la salazón de bacalao medio podrida. Ante el temor de infección o contagio, los muertos son llevados hasta esa pequeña isla y enterrados sin oraciones ni honores, simplemente una destartalada caja de madera de ciprés y una cruz sin nombre marcarán el lugar de su descanso eterno.
En octubre de 1906 llega por fin un barco que rescatará a los supervivientes, prácticamente convertidos en fantasmas desdentados, de su peculiar infierno patagónico. Tan solo un puñado de ellos conseguirá recuperarse de la enfermedad y poder seguir adelante pese a salir de allí con vida.
Más tarde, la verdad sobre la muerte quedará opacada bajo una pátina de suposiciones y acusaciones hacia la Compañía explotadora del Baker. Unos dicen que los trabajadores fueron envenenados a propósito por la compañía para no pagarles los salarios adeudados, otros apuntan a que los obreros contrajeron la enfermedad a causa de pesticidas que se acumulaban en la misma bodega del vapor junto con los alimentos y ganado…
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Fuera como fuere, el abandono de los trabajadores durante muchos meses en un lugar como aquel fue sin duda el motivo de su condena.
El cementerio fue excavado a escasos metros del río, posiblemente porque las fuerzas no daban ni para introducirse en el interior de la espesa vegetación ni para cavar en tierras más endurecidas. Por ese motivo las crecidas del río se llevaron en fechas inciertas buena parte de las tumbas. El padre salesiano Alberto Agostini mencionaba la cantidad de 120 cruces a mediados del siglo pasado, el explorador A. F. Tschiffely hacía mención a 79 poco después, hoy en día solo quedan 33. Quién sabe si la próxima crecida del Baker acabará por borrar por completo el último recuerdo de aquellos que dejaron allí su vida por el progreso de Chile.
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Paseamos hoy de nuevo entre viejas tumbas, pero en esta ocasión, al contrario de los cementerios que solemos transitar en este blog que suelen presentarse con arquitecturas esplendorosas y célebres moradores, hoy no hay nada de eso. No hay estatuas, ni panteones, ni tan apenas nombres, tan solo 33 cruces de madera de ciprés indicando que bajo su tierra húmeda descansan otras tantas personas anónimas.
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Tumbas solitarias en uno de los lugares que hasta hace poco tiempo fue también uno de los rincones más solitarios e inaccesibles de Chile. La isla de los muertos es una de las muchas islas fluviales formadas con el paso de los siglos en el delta del río Baker, en plena selva fría y rodeada de cordilleras y glaciares. A unos 3 kilómetros de la isla, navegando por el Baker, se encuentra la Comuna Tortel, provincia de Capitán Prat, y es gracias a los pobladores de esta comuna que la isla y su pasado se dio a conocer hace unas décadas, consiguiendo para el lugar el título de cementerio y lugar histórico.
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En algunas cruces el tiempo ha respetado el nombre del fallecido
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Pero ¿Quiénes fueron enterrados en este inhóspito lugar hace más de un siglo y cuáles fueron las causas de su muerte?
Según se extrae de las crónicas históricas del lugar, en septiembre de 1905 embarcaban en las bodegas de un vapor en Dalcahue unos 200 obreros chilotes contratados por la Compañía Explotadora del Baker. El vapor se internó por los laberínticos canales patagónicos, entre islas despobladas y fiordos traicioneros hasta llegar a su destino, en una orilla del Baker cerca de Bajo Pisagua. Allí se descargaron las provisiones y herramientas y comenzó la ardua tarea por la que había sido llevados hasta el lugar que no era otra que la de abrir a través de selva, cerros y humedales, una vía que llegara desde el pacífico hasta prácticamente la frontera con Argentina para facilitar el transporte y exportación de lana y carne desde las regiones más altas, especialmente de la zona de Chubut.
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Una vez levantado el asentamiento principal, comienza el trabajo. Periódicamente un barco volverá a la zona para aprovisionar a los trabajadores de alimentos frescos y otros objetos de primera necesidad. Pero los meses pasan y esas esenciales provisiones no llegarán jamás. Los obreros realizan un trabajo físico brutal todos los días, cortando árboles y picando senderos en la piedra viva para ir abriendo camino y para alimentarse tan solo tienen carne salada, tocino, arroz y harina llena de gorgojos. Esta deficiente alimentación, unida al clima extremo que tienen que soportar no tarda mucho en pasar factura en forma de una extraña enfermedad en la que aparecen moratones en piernas y brazos, hemorragias por daños gastrointestinales, sangrado de las encías, dolores de cabeza…
La moral está por los suelos, los más débiles no tardan en perecer, primero por peleas y navajazos fruto del desanimo y mal ambiente general, luego por la propia enfermedad; un día amanece con 7 muertos, otro día son 28… y así la lista va aumentado hasta llegar casi al centenar de rudos trabajadores que sucumben entre el frío austral y la salazón de bacalao medio podrida. Ante el temor de infección o contagio, los muertos son llevados hasta esa pequeña isla y enterrados sin oraciones ni honores, simplemente una destartalada caja de madera de ciprés y una cruz sin nombre marcarán el lugar de su descanso eterno.
En octubre de 1906 llega por fin un barco que rescatará a los supervivientes, prácticamente convertidos en fantasmas desdentados, de su peculiar infierno patagónico. Tan solo un puñado de ellos conseguirá recuperarse de la enfermedad y poder seguir adelante pese a salir de allí con vida.
Más tarde, la verdad sobre la muerte quedará opacada bajo una pátina de suposiciones y acusaciones hacia la Compañía explotadora del Baker. Unos dicen que los trabajadores fueron envenenados a propósito por la compañía para no pagarles los salarios adeudados, otros apuntan a que los obreros contrajeron la enfermedad a causa de pesticidas que se acumulaban en la misma bodega del vapor junto con los alimentos y ganado…
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Fuera como fuere, el abandono de los trabajadores durante muchos meses en un lugar como aquel fue sin duda el motivo de su condena.
El cementerio fue excavado a escasos metros del río, posiblemente porque las fuerzas no daban ni para introducirse en el interior de la espesa vegetación ni para cavar en tierras más endurecidas. Por ese motivo las crecidas del río se llevaron en fechas inciertas buena parte de las tumbas. El padre salesiano Alberto Agostini mencionaba la cantidad de 120 cruces a mediados del siglo pasado, el explorador A. F. Tschiffely hacía mención a 79 poco después, hoy en día solo quedan 33. Quién sabe si la próxima crecida del Baker acabará por borrar por completo el último recuerdo de aquellos que dejaron allí su vida por el progreso de Chile.
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